Tania Bedriñana | Hablo un borde extraño

Curaduría: Miguel A. López

Tania Bedriñana: Escapar de la captura

Por varios años, el trabajo de Tania Bedriñana ha consistido en dar forma a pieles y cabellos, cabezas y extremidades, sombras y fluidos, ojos y lenguas, los cuales conectan lugares y tiempos distintos. Como una maga o una alquimista, ella convierte un repertorio de materiales sencillos (papel, cartón, pigmentos y emulsiones) en cuerpos con vida, anatomías blandas y corporalidades flotantes y fragmentadas. Sus fisionomías son, al mismo tiempo, adentro y afuera. Una máscara que es un vestido que es una mancha que es una mano que es una hoja que es una oreja.

A simple vista sus pinturas, cerámicas y ensamblajes pueden parecer paisajes intimistas y melancólicos, pero es necesario mirar de nuevo –o dejar de ver solamente con los ojos. Hay algo incierto y magnético en la forma que tiene de representar, como si sus trazos y siluetas fueran preguntas abiertas sobre cómo se hacen visibles hoy nuestros organismos humanos y sus estructuras afectivas. Bedriñana nos hace dudar de los retratos que conocemos de nosotros mismos: como si esas imágenes –especialmente aquellas derivadas de la codificación fotográfica– no fueran más que una ficción o un teatro; es decir, pura convención normativa que produce jerarquías en las maneras de ver nuestros cuerpos y mostrar nuestras emociones. Y ante la insuficiencia de esas imágenes para dar cuenta de nosotros mismos, la artista ha asumido la tarea de reclamar y restituir las sensaciones incómodas y los bordes extraños que las convenciones han expulsado de la representación de la vida.

En sus manos, el arte es una tecnología para producir anatomías que escapan de la captura. No hay permanencias, sino mutaciones. Su obra ha sido interpretada algunas veces como una exploración de lo infantil o de universos oníricos, posiblemente por la proliferación de rostros sin marcas de edad así como de atmósferas cromáticas a modo de umbrales de sueño y fantasía. Sin embargo, sus personajes van más allá: Bedriñana compone existencias que están en una batalla por escapar por la mirada disciplinaria que organiza la vida –los reveses domesticadores de la educación o las formas de vigilancia médica, siquiátrica y legal sobre nuestro comportamiento. Los cuerpos y rostros de sus obras no vienen a manifestarnos una tranquilidad existencial, tampoco a revelar una patología; por el contrario, la artista desfigura los límites entre ambos. Antes que un síntoma de un padecimiento o malestar, su obra es una operación de desencaje de las normas que pretenden marcar algunas vidas como averiadas. Bedriñana parece intentar enseñarnos a sentir cuerpos-bordes en un mundo que castiga la desviación y en una sociedad obsesionada por medir constantemente nuestros índices de ‘normalidad’ a través de pequeñas palabras o gestos cotidianos.

No sorprende que los rostros en sus pinturas carezcan de rasgos biológicos definidos. Las cuencas de los ojos aparecen casi siempre vacías, los contornos de la piel son trazos incompletos, y los escenarios que rodean los cuerpos son a menudo vaporosos, pigmentos densos pero también diluidos. Muchas de sus obras nos devuelven a un estado anterior de la vida y de la materia: oscilaciones gaseosas o atmósferas líquidas que refutan la arrogancia antropocéntrica con la que habitualmente percibimos nuestros cuerpos humanos como contenedores cerrados, sin fisuras, sanos e impenetrables. Algunas de sus piezas nos hacen retroceder el tiempo, antes incluso de la idea de historia, para imaginar osmosis entre cuerpos y otras sustancias orgánicas.

En esta nueva exposición, la artista reúne obras producidas en su mayoría en los últimos dos años, las cuales hurgan en su memoria de una reciente visita al Perú. Los colores cobran una luminosidad singular y el paisaje reclama un protagonismo que no ha tenido en sus series anteriores, especialmente formas que evocan montañas, nubes, ríos y la fuerza del viento –como Andes (2021) o Zigzag (2021). Otras piezas remiten inevitablemente al duelo colectivo, como Adiós (2020): tres personajes asisten a un velorio en medio de un paisaje rojizo, rodeados de pequeñas nubes, en alusión quizás a una historia local de violencia cuyas heridas no terminan de cerrarse o acaso a los efectos más inmediatos de la crisis sanitaria y ecológica que atraviesa el planeta.

Es también sugerente cómo algunas de sus pinturas, como Ciempiés desnudo (2021) o Piedras y flores (2021), sugieren diagramas estratigráficos en donde las capas de colores parecen excavar en la piel. Bedriñana pinta como quien realiza un ejercicio de arqueología, subrayando indirectamente que somos una acumulación de estratos superpuestos que contaminan sus significados. Posiblemente la fascinación de la artista por la máscara esté asociada precisamente a las posibilidades de cubrirnos de capas y extraviar el rostro, algo que muchas personas deben hacer cotidianamente para navegar las múltiples formas de violencia patriarcal, racial y sexual que componen el mundo. Portar distintos velos, reconstruir la anatomía e inventar un nuevo repertorio de gestos ha sido la forma en que muchos han logrado atravesar las normas que disciplinan, clasifican y patologizan los cuerpos y sus comportamientos. Normas que definen también las posibilidades de acceso, habla y representación que tienen los sujetos en determinadas esferas.

La exposición incluyen también algunas piezas de momentos anteriores, tanto recortes pintados en papel y lino como dibujos en tiza pastel. Las obras ocupan la casa como familiares extraviados que se reencuentran para ensayar coreografías inesperadas. La artista registra emociones en movimiento, difusas, en fuga, que dan cuenta de cómo todos negociamos con el lugar y el territorio que habitamos. Sensaciones como el desequilibrio o el vértigo aparecen a su vez en tensión con los ideales de calma y estabilidad con que nos han enseñado a representarnos a nosotros mismos.

Bedriñana toca y habla los bordes, los ángulos, los filos y los contornos. Una oreja que es una hoja que es una mano que es una mancha que es un vestido que es una máscara.

Miguel A. López